Buscan oro en los ríos argentinos: el pueblo donde la fiebre dorada nunca se apagó

Actualidad26/10/2025Sergio BustosSergio Bustos
pepita de oro
Buscan pepitas de oro.

En el corazón de las sierras puntanas, al pie del cerro Tomolasta, el pequeño pueblo de La Carolina revive cada día una historia de oro y esperanza. Fundado en el siglo XVIII, este rincón del país conserva intacta su identidad minera y se transformó en uno de los destinos más curiosos de Argentina.

Hace siglos, los buscadores llegaban con bateas de madera, agua y paciencia. Hoy, los visitantes hacen lo mismo: remueven sedimentos del río Amarillo, observan cómo el agua arrastra la arena y esperan ver brillar alguna partícula dorada. El procedimiento parece sencillo, pero requiere precisión, observación y tiempo.

“El oro sigue ahí, escondido entre las piedras”, aseguran los guías locales, que enseñan a los turistas la técnica ancestral del bateo. Esta práctica consiste en filtrar el agua y la tierra dentro de un recipiente cóncavo hasta que los fragmentos del metal precioso quedan visibles en el fondo.

El método, completamente artesanal, está permitido siempre que no se utilice maquinaria pesada ni se altere el cauce natural del río. Se trata de una forma de minería sostenible que, además de rescatar una tradición, atrae a cientos de curiosos cada año.


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El cerro Tomolasta guarda en sus afluentes pepitas de entre 17 y 20 quilates, un hallazgo que puede alcanzar un valor de $7.000 por gramo. Quien logre reunir un kilo de oro podría superar el millón de pesos, aunque los lugareños aclaran que más que una fortuna, el verdadero premio es la experiencia.

La Carolina tiene hoy alrededor de 300 habitantes, la mayoría dedicados a la minería y al turismo. “No venimos a hacernos ricos, venimos a revivir la historia”, dicen muchos visitantes, que llegan desde distintas provincias para probar suerte y sentirse parte de una leyenda que aún respira.

Cada enero, el pueblo celebra la Fiesta Provincial del Oro y el Agua, una cita que combina tradición y celebración. Durante varios días, los vecinos organizan competencias de bateo, ferias de artesanías, gastronomía local y espectáculos en vivo. El evento recuerda los tiempos en que las corrientes del río Amarillo eran el escenario de verdaderas carreras por encontrar una pepita.

El fenómeno no se limita a San Luis. En otras regiones del país, la fiebre dorada también tiene sus adeptos. En San Juan, el río Jáchal mantiene su mística minera y todavía ofrece rastros del metal en sus sedimentos. En Santa Cruz, el macizo del Deseado continúa siendo un punto de atracción para exploradores.


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Más al sur, los ríos Azul y Quemquemtreu, cerca de El Bolsón, se convirtieron en destino de familias que practican el bateo como parte de una experiencia recreativa y ecológica. “Es una forma de conectarse con la naturaleza, la historia y la paciencia”, explican los instructores que enseñan a filtrar el oro con técnicas tradicionales.

Incluso en las sierras cordobesas, donde ríos como el Suquía y el San José atraviesan antiguas zonas mineras, todavía hay quienes buscan pequeñas partículas doradas con la misma fe de los antiguos pioneros.

La práctica del bateo no solo mantiene viva una técnica ancestral, sino que resalta la relación entre el hombre y los ríos, entre la memoria y la tierra. En tiempos dominados por la tecnología, esta actividad artesanal recupera el valor de la paciencia y el contacto directo con la naturaleza.

En La Carolina, cada gota de agua arrastra siglos de historia, y cada batea refleja un sueño. Algunos se van con las manos vacías, otros con una diminuta pepita, pero todos con la certeza de haber vivido algo único. El oro sigue brillando bajo el río Amarillo, y la fiebre dorada, lejos de apagarse, sigue latiendo en el alma del pueblo.

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