

Un error puede ser el inicio de algo enorme. A lo largo de la historia, inventos que hoy parecen imprescindibles surgieron por pura casualidad. La observación y la curiosidad hicieron el resto.


En 1826, John Walker descubrió las cerillas modernas al raspar por accidente un palo químico contra la chimenea y provocar una llama inesperada. Ese chispazo cambió la forma de encender fuego.
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En la cocina, las galletas con chispas de chocolate nacieron del apuro. Ruth Wakefield, dueña del Toll House Inn, reemplazó el chocolate fundido por trozos de barra. Los pedazos no se derritieron y el nuevo sabor conquistó paladares.
El desayuno también tiene su historia de descuido. Los hermanos Kellogg obtuvieron copos de maíz por una fermentación involuntaria de trigo. El experimento fallido se volvió un éxito comercial.

En 1928, Alexander Fleming notó que un hongo había frenado el crecimiento bacteriano en una placa de laboratorio. Así nació la penicilina, base de los antibióticos modernos.
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En 1945, Percy Spencer derritió sin querer un caramelo en su bolsillo mientras trabajaba con magnetrones. Ese accidente llevó al primer horno microondas y a una revolución en la cocina.
El mismo espíritu de casualidad dio vida al Post-it. Un adhesivo débil inventado por Spencer Silver encontró sentidocuando Art Fry lo usó para marcar partituras sin que las hojas se movieran.
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La lista suma inventos tan diversos como el Velcro, la sacarina, el Slinky, el Viagra o el plástico de burbujas. Todos comparten el mismo origen: el azar se cruzó con una mente curiosa.
A veces, la ciencia avanza a los tumbos. Y entre tropiezos, pruebas y errores, aparecen hallazgos que transforman lo cotidiano para siempre.
Fuente: Infobae


















