
El año que nunca existió: la decisión histórica que borró el cero y todavía confunde a científicos
Actualidad03/10/2025
Sergio Bustos
Aunque hoy usamos el cero a diario, nuestro calendario lo ignora por completo. Entre el 1 a.C. y el 1 d.C. no existe un año cero: la historia decidió saltarlo. Lo que parece un simple detalle encierra un vacío cronológico que genera errores astronómicos, históricos y científicos hasta hoy.


Este enigma tiene raíces culturales profundas. El físico y divulgador Eugenio Manuel Fernández Aguilar lo explica en su ensayo Historia del cero, donde reconstruye la travesía de este símbolo desde las civilizaciones antiguas hasta la era digital. El cero fue aceptado en las matemáticas, pero no en el calendario.
Para entenderlo hay que viajar al siglo VI. Dionisio el Exiguo, un monje cristiano, propuso reemplazar la era de Diocleciano por una cronología basada en el nacimiento de Cristo. Así nació el sistema Anno Domini. Pero Dionisio no incluyó un año cero. En la mentalidad latina, el cero no existía como concepto: los romanos no tenían símbolo para el vacío y contaban los años como posiciones en una lista ordinal. Antes del “primer” año, simplemente no había nada.
Siglos más tarde, el venerable Beda popularizó la datación “antes de Cristo” y “después de Cristo”, fijando el esquema que aún usamos. Al 1 a.C. le sigue directamente el 1 d.C.. Sin hueco, sin transición.
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Este salto temporal provocó errores históricos notorios. Al calcular intervalos que atraviesan ese punto, es necesario restar un año. Si no se hace, las cronologías se desplazan. Un caso célebre es el de los bismilenarios romanos: Mussolini celebró en 1937 los 2000 años del nacimiento de Augusto, un año antes de lo correcto, que era 1938. Lo mismo ocurrió con las conmemoraciones de Virgilio y Horacio.
La ausencia del año cero también afecta a la investigación científica. Un estudio de la Universidad de Cambridge publicado en PNAS advirtió que este vacío complica la sincronización entre registros naturales y documentos históricos. Cuando los paleoclimatólogos combinan anillos de árboles, capas de hielo y crónicas antiguas, incluso un desfase de un año puede alterar correlaciones estadísticas y generar conclusiones erróneas.
Los astrónomos se cansaron primero. Johannes Kepler y Philippe de La Hire incorporaron el año cero en sus tablas en el siglo XVII, y un siglo después Jacques Cassini lo consolidó. Así nació la numeración astronómica, donde el 1 a.C. es el año 0, el 2 a.C. es -1, y así sucesivamente. Este sistema hoy es estándar en astronomía e informática.
La norma internacional ISO 8601 también recomienda usar el año cero para fechas anteriores a la era común, representado como 0000. Este formato simplifica cálculos y sincronizaciones, pero no fue adoptado por los calendarios civiles, que mantienen la convención tradicional.
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Mientras tanto, muchas culturas orientales sí incorporaron el cero en sus cronologías. En el calendario budista y en varias eras hindúes, el primer año se cuenta como “cero” porque aún no ha transcurrido un ciclo completo. Es la misma lógica con la que medimos la edad humana: un bebé no tiene un año al nacer, tiene cero.
¿Por qué Occidente se resistió tanto? La respuesta mezcla filosofía y religión. Para los griegos, herederos de Aristóteles, el vacío no existía; era sinónimo de caos. Para la Iglesia medieval, la nada evocaba peligro y herejía. Esa aversión cultural al vacío se trasladó al calendario.
Paradójicamente, la India —donde nació el cero matemático— lo integró sin conflicto. El concepto de śūnya, el vacío, era parte del pensamiento filosófico. Matemáticos como Brahmagupta lo transformaron en número con reglas propias siglos antes de que Europa lo aceptara. En el mundo islámico, al-Juarismi lo incorporó al álgebra y lo llevó a Occidente, donde tardó en imponerse.
Hoy vivimos rodeados de ceros. Nuestro sistema binario, base de la tecnología digital, depende de ellos. Sin cero no habría computadoras, comunicaciones ni inteligencia artificial. Sin embargo, el calendario que usamos todos los días sigue ignorándolo.
Algunos expertos proponen usar dos sistemas: uno histórico con año cero para estudios científicos y otro civil tradicional. Otros creen que sería un cambio demasiado disruptivo. Por ahora, se opta por sistemas híbridos donde los investigadores aclaran si incluyen o no el año cero en sus cálculos.
El debate no es anecdótico. Una decisión tomada hace quince siglos todavía modela la forma en que contamos el tiempo, calculamos eventos y pensamos la historia. El año cero no es solo una cuestión técnica: es un espejo de nuestras creencias culturales y de cómo concebimos el vacío.
















