Moctezuma: el emperador que gobernó como semidios y cayó por los presagios del cielo

Actualidad01/05/2025Sergio BustosSergio Bustos
moctezuma
Moctezuma.

Moctezuma Xocoyotzin nació en 1466. Pertenecía a una familia imperial que llevaba más de un siglo dominando el corazón de Mesoamérica. Su padre fue el emperador Axayácatl y su madre, Izelcoatzin, descendía del sabio y noble Nezahualcóyotl. Esa sangre lo convertía en heredero natural del poder mexica.

Asumió el trono a los 36 años. En 1502, tras la muerte de Ahuízotl, los principales señores del imperio se reunieron para elegir a su sucesor. Eligieron a Moctezuma. Con él, la nobleza aseguraba estabilidad. Era astuto, religioso y guerrero. A partir de ese momento, se convirtió en el noveno huey tlatoani de Tenochtitlán.

Su gobierno se caracterizó por el esplendor y la expansión. Convirtió a la capital mexica en una ciudad aún más poderosa. Las conquistas se multiplicaron, el comercio se fortaleció y los rituales religiosos alcanzaron un nivel sin precedentes. Moctezuma gobernaba como un semidiós, respetado, temido y venerado.

Pero también era supersticioso. Observaba el cielo con inquietud. Temía los signos, los cometas, los augurios. Los sacerdotes lo alertaban sobre lo que veían. Él escuchaba con atención y respondía con más ofrendas, más sacrificios, más ceremonias.

El año de su ascenso, un cometa surcó el cielo. Algunos lo vieron como lengua de fuego. Lo llamaron citlalin popoca, la estrella que humea. El pueblo lo tomó como anuncio de hambre. Los sabios dijeron que era señal de muerte, de guerra, de algo irreversible.


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Fray Bernardino de Sahagún documentó ese temor. Recogió los relatos de quienes vieron ese fenómeno. Lo describían como algo “maravilloso y espantoso”. Un joven sacerdote de Huitzilopochtli lo observó. Se lo comunicó al palacio. El emperador quiso verlo.

Subió a la azotea en medio de la noche. Solo, en silencio, vio cómo brillaba el cometa. Tenía una cola espléndida. Quedó atónito. Poco después, supo que un bólido había caído en el valle. Se partió en tres. Lanzó chispas. El cielo hablaba.

Nezahualpilli, tlatoani de Texcoco, también lo interpretó como ruina. Dijo que era el principio del fin. Que anunciaba desgracia. La corte consultó a los nigromantes. No dieron respuestas claras. Moctezuma, aunque inquieto, siguió gobernando. Intentó olvidar los signos. Pero la sombra quedó.

Moctezuma ya era considerado un semidiós. Antes de ser emperador, había sido gran sacerdote. Eso le daba un estatus sagrado. Los propios sacerdotes lo vinculaban directamente con Huitzilopochtli, el dios del Sol y la guerra, la máxima divinidad mexica.

Los rituales religiosos se multiplicaron. Las fiestas, los cánticos, las procesiones y los sacrificios marcaron su reinado. La música de flautas y tambores resonaba entre túnicas de plumas, máscaras de jaguar y danzas interminables. La ciudad vibraba con lo sagrado.

Los sacrificios humanos eran el clímax de esas ceremonias. Prisioneros de guerra y esclavos eran preparados durante días. Desfilaban, bailaban, ayunaban. Luego ascendían la pirámide. Allí, el sacerdote les abría el pecho. Extraía el corazón. Lo ofrecía a los dioses.


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El templo mayor era el escenario central. Desde allí, Moctezuma supervisaba el orden del universo. Cada sacrificio reforzaba su poder. Cada ofrenda era una forma de mantener la paz con los dioses. El temor religioso era parte de la política.

Tenochtitlán era una ciudad deslumbrante. Más grande que muchas urbes europeas. Tenía canales, puentes, plazas y mercados. Allí convivían guerreros, artesanos, comerciantes y nobles. Todos servían al tlatoani, todos se organizaban bajo una jerarquía estricta.

La ciudad era un centro comercial inmenso. El mercado de Tlatelolco era el más importante de Mesoamérica. Allí se vendían plumas, cacao, sal, jade, oro, maíz y túnicas. Las hachas de cobre y las semillas de cacao funcionaban como moneda.

Los calpullis organizaban a los comerciantes. Eran clanes unidos por oficios. Vivían en barrios. Cada grupo tenía una especialidad. El más poderoso era el de Cuepopán, encargado de traer materias primas esenciales para la vida de la capital.

El idioma náhuatl era fundamental. Permitía la comunicación entre los distintos pueblos sometidos. Unificaba al imperio. Hacía posible el comercio, la política y la cultura común. Era una herramienta de cohesión y dominio.

Pero el imperio no se sostenía solo con comercio. Lo principal era la guerra. Para los mexicas, la guerra era vital. Sin conflicto, decían, el hombre se debilitaba. Por eso combatían. Por eso conquistaban. Por eso crecían.

Moctezuma lo sabía desde el inicio. A poco de ser nombrado, lanzó su primera campaña. En 1503 conquistó Achiotlán. Después, los ejércitos marcharon sobre Yanhuitlán, Zozollán y otras muchas regiones. Entre 1508 y 1513 sometió más de 450 pueblos.


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Cada ciudad conquistada debía rendir tributo. Maíz, jade, algodón, oro, piedras preciosas, cacao. Todo llegaba a Tenochtitlán. Esa era la base económica del poder imperial. Las ofrendas también eran religiosas. Sometimiento y fe se mezclaban.

La política interna también era delicada. Para evitar conflictos, Moctezuma nombró jefes de la capital a otros nobles. Eran quienes también podían aspirar al trono. Les dio poder. Así buscó mantener la paz entre los señores del valle.

El poder del tlatoani era absoluto. Pero no era ciego. Gobernaba con firmeza y cautela. Escuchaba a los sacerdotes, a los consejeros, a los astrólogos. Su gobierno era un equilibrio entre autoridad, superstición y pragmatismo.

Las campañas militares tenían un sentido religioso. Eran necesarias para obtener prisioneros para el sacrificio. Cada guerra alimentaba al templo. Cada victoria era una forma de renovar el pacto con los dioses.

El orden mexica era perfecto en apariencia. Todo funcionaba. El campo producía. El comercio fluía. La religión unificaba. Pero la estabilidad ocultaba una fragilidad que solo se haría visible ante lo inesperado.

En 1519 llegaron los españoles. Moctezuma no supo cómo reaccionar. Dudó. Temió que fueran dioses. Los recibió con regalos. No combatió de inmediato. La confusión lo paralizó. El cometa, tal vez, lo había advertido.

Murió en 1520. No está claro cómo. Algunos dicen que lo mataron sus propios hombres. Otros, que lo mataron los invasores. Con él cayó el último esplendor del Imperio. El principio del fin ya había comenzado.

Su reinado fue el más majestuoso. También fue el más trágico. Gobernó con grandeza, miedo y fe. Creyó controlar el destino. Pero los cielos, los dioses y la historia tenían otros planes.

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