Descubren como fue la última noche de los Goebbels

Actualidad12/05/2025Sergio BustosSergio Bustos
goebbles
La familia Goebbels.

La escena ocurrió bajo tierra. El primero de mayo de 1945, Berlín ardía. El Tercer Reich colapsaba. Hitler y Eva Braun ya habían muerto. En los pasillos del Führerbunker, Joseph y Magda Goebbels se preparaban para el final. Un final que no pensaban vivir solos.

El matrimonio Goebbels tomó una decisión sin retorno. La historia oficial registra que eligieron la muerte antes que la rendición. Pero no fue solo eso. Arrastraron a sus seis hijos. Los consideraban demasiado puros. No querían que crecieran en un mundo sin nazismo.

Joseph Goebbels fue el cerebro comunicacional del régimen. No empuñaba armas. No dirigía ejércitos. Pero modeló la narrativa del nazismo. Transformó medios, guiones, micrófonos, palabras. Lo convirtió todo en propaganda.

Magda, su esposa, representó otra cara del régimen. La madre aria ideal. Educada, refinada, devota de Hitler. Era más símbolo que persona. Su fidelidad no tuvo grietas.

Los seis hijos llevaban nombres con H. Helga, Hildegard, Helmut, Holdine, Hedwig y Heidrun. Un gesto simbólico. Un homenaje a Hitler. Eran niños del Reich. No de Alemania.

Los Goebbels se refugiaron en el búnker. Allí compartieron las últimas horas con otros jerarcas nazis. Magda suplicó. Ofreció alternativas. Pero al final eligió cerrar la puerta. Eligió la muerte como testimonio.

El suicidio no fue improvisado. Magda pensó ese desenlace con antelación. No por miedo. No por desesperación. Por devoción. Por lealtad al Führer. Pensaba que sin Hitler no había mundo posible.


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El dentista Helmut Kunz ingresó al búnker en los días finales. Magda le pidió ayuda. Quería dormir a sus hijos con morfina. Kunz se negó. Tenía hijos. Había perdido dos. Pero Magda insistió. Dijo que era una orden directa de Hitler.

Se pactó una distribución de roles. Kunz administraría la morfina. Los niños dormirían. Magda colocaría el cianuro. Pero no pudo. Se quebró. Lloró. Salió. Pidió al doctor Ludwig Stumpfegger. Él terminó la tarea.

Después, los Goebbels subieron a la superficie. Se abrazaron. Se dispararon. Murieron juntos. Los cuerpos fueron incendiados. Los soviéticos los encontraron poco después. Era el epílogo del nazismo.

Helmut Kunz fue capturado por el Ejército Rojo. Pasó diez años como prisionero. Fue repatriado. Retomó su oficio de dentista. En 1959, un tribunal alemán lo absolvió. Nunca se probó que administrara el veneno.

La justicia alemana invocó una ley de impunidad. No hubo condena. Solo sospechas. Solo silencio. Kunz quedó marcado para siempre. Su figura quedó fuera del cine, fuera de los libros. Una sombra dentro de otra sombra.

Los seis niños no fueron los únicos asesinados. Pero sí los más simbólicos. Representaron la pureza fanática de un régimen sin alma. Murieron en sus camas. Dormidos. Engañados. El nazismo no les permitió siquiera la inocencia.

El acto fue más que un suicidio. Fue un ritual. Un mensaje final. Un dogma transformado en crimen. Si el nazismo caía, nadie debía sobrevivir.

Hoy, casi 80 años después, el horror sigue latiendo. El pacto de muerte familiar abre preguntas incómodas. Sobre la ideología. Sobre la fe ciega. Sobre los vínculos rotos. Sobre el infierno que puede nacer en casa.


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Victoria Pascual lo estudia en su libro Familias asesinas. Analiza dinámicas familiares que se convierten en crímenes. Desde los Menéndez hasta el clan Puccio. Desde las hermanas Papin hasta los Goebbels. La familia como cuna y como tumba.

Pascual no se queda en el relato. Interpreta. Profundiza. Expone las causas. Habla de poder. De sometimiento. De fidelidades rotas. De cómo el amor puede ser usado como excusa para matar.

El libro de Pascual mezcla análisis y narración. No cae en el morbo. No idealiza. No juzga. Solo revela lo que muchos prefieren no mirar.

El caso Goebbels abre una grieta. Lo ideológico invade lo íntimo. Lo político corrompe la ternura. La muerte se convierte en enseñanza. Y la historia en advertencia.

El hogar, dicen, es refugio. Pero puede volverse un campo de batalla. Cuando la violencia se instala, nada la detiene. Ni la sangre. Ni la inocencia. Ni los vínculos.

La fidelidad ideológica justificó el crimen. Magda creyó que salvaba a sus hijos. Que los liberaba. Pero los condenó. Los usó como ofrenda. Los convirtió en mensaje.

Joseph Goebbels también creyó que dejaba un legado. No soportó la derrota. No aceptó el mundo que venía. Prefirió las cenizas. Fue fiel hasta el abismo.

El nazismo terminó esa noche. Pero sus ecos siguen. En relatos. En películas. En análisis. Y en advertencias. Porque el mal no siempre grita. A veces susurra en casa.


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Los niños del Reich murieron sin entender. No sabían de pactos. Ni de traiciones. Ni de propaganda. Solo confiaban. Solo dormían. Y esa confianza fue traicionada por quienes más amaban.

El caso interpela a todos. No es historia vieja. No es anécdota. Es espejo. Muestra hasta dónde puede llegar el fanatismo. Y hasta dónde puede caer la condición humana.

Las familias asesinas existen. No todas matan con veneno. A veces matan con palabras. Con obediencia. Con abandono. Pero todas rompen lo sagrado: el deber de proteger.

Los Goebbels no se salvaron. No salvaron a sus hijos. No salvaron su causa. Solo dejaron una postal oscura. Una lección siniestra. Y un legado de horror.

La historia no olvida. Porque necesita recordar. Porque necesita aprender. Porque necesita evitar que vuelva a pasar. Y porque el silencio también mata.

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