Más abrazos y menos redes: Cuando la ternura se vuelve contenido y los chicos quedan atrapados en la pantalla

Otros Temas23/11/2025REDACCIÓNREDACCIÓN
Chicos en las redes
Chicos en las redes

La escena parece inocente, pero esconde una tensión que se mete debajo de la piel. Una nena muy chiquita mira El rey león por primera vez mientras su padre la graba sin pausa. No se lo ve, pero se lo intuye lejos, más ocupado en la reacción que en el abrazo que debería sostenerla en ese instante. Rory, así se llama la nena, lleva un pijama oscuro con planetas y una cucharita roja que aprieta con fuerza, como si ahí pudiera descargar lo que siente.

Ese momento trae recuerdos que muchos padres conocen de memoria. La necesidad de adelantarse al golpe, de evitar la pena que llega cuando el héroe no puede salvar a quien ama. Esa sensación que brota cuando uno se sienta al lado de un hijo pequeño y vigila la escena que se viene. Nadie quiere que un nene atraviese solo una tristeza que parece demasiado grande, ni siquiera si es parte de un cuento.

A medida que la nena sigue la historia, su voz arma una especie de diálogo desesperado. Mira a Scar, confía, se ilusiona, intenta ordenar un mundo que se vuelve oscuro en cuestión de segundos. Pregunta si Mufasa se cayó, si Simba lo va a salvar, si todo va a estar bien. Necesita creerlo. Esa búsqueda es tan pura que conmueve incluso a quienes ven el video desde un teléfono en silencio.

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Pero esa misma pureza revela otra cosa más dura. El adulto que está con ella no responde con palabras, no alcanza una mano, no se acerca. Está registrando la escena. Sabe lo que viene, sabe que la nena no podrá sostenerse sola y aun así elige filmar. La cámara se convierte en un muro invisible entre él y su hija. La emoción queda capturada, pero el consuelo llega tarde.

Ahí aparece una pregunta que incomoda. ¿En qué momento dejamos de ver a los chicos como sujetos de intimidad y empezamos a tratarlos como material compartible? La escena no tiene nada de comercial ni entra en el terreno de la explotación evidente; sin embargo, muestra una tendencia que crece sin freno: la de exponer la vulnerabilidad infantil como si fuera un souvenir digital.

En ese gesto se lee algo que va más allá de las redes. No es falta de amor; es un nuevo tipo de desapego que se camufla bajo el entusiasmo por registrar “un instante único”. El problema es que ese instante no les pertenece a los padres: pertenece a la nena, y ella no puede decidir si quiere que millones vean su miedo y su llanto.

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Mientras el video circula por todas partes, queda expuesta una naturalización peligrosa. El límite entre lo íntimo y lo público se diluye, y la pena de una criatura termina convertida en entretenimiento global. Esa viralización funciona como una corriente que arrastra incluso a quienes no buscan dañar, pero igual colaboran con un sistema que banaliza el dolor.

No es la primera vez que como sociedad nos mostramos cómodos ante la crueldad ajena. La historia está llena de escenas atroces, pero antes se escondían, se vivían en la sombra, sin cámaras. Lo que cambia hoy es la velocidad con la que se exhibe lo íntimo, la ligereza con la que se publica lo que debería resguardarse, la falta de reparo para mostrar la fragilidad de quienes dependen de nosotros.

Por eso surge una idea simple, casi obvia, pero urgente. Si un chico se angustia, lo que necesita es un abrazo, no una cámara. En tiempos de pantallas que todo lo capturan, tal vez proteger la intimidad sea el gesto más cálido que nos queda.

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