


Más de 800.000 mujeres se alistaron oficialmente en el Ejército Rojo, y de ellas, unas 200.000 combatieron en el frente. El régimen soviético promovió esta incorporación como parte de su discurso igualitario. La guerra ofreció a las mujeres un escenario concreto para disputar el lugar que la ideología comunista les prometía en la esfera pública.


La figura de la francotiradora soviética fue una de las más temidas por los alemanes. Estas mujeres eran entrenadas en camuflaje, paciencia y puntería letal. Su capacidad de infiltración y su precisión con el rifle generaban un impacto psicológico en el enemigo, además de cuantiosas bajas. Operaban solas, en silencio, durante días, en condiciones extremas, sin apoyo logístico ni garantías de relevo.
Lyudmila Pavlichenko se convirtió en la francotiradora más célebre de la historia militar. Registró 309 muertes confirmadas. Combatió en los frentes de Odesa y Sebastopol hasta que fue herida en 1942. Ese mismo año viajó a Estados Unidos, donde cuestionó el enfoque sexista de la prensa que se interesaba más por su estética que por su puntería. Su frase: “Me preguntan por mi peinado y no por mis habilidades” se volvió icónica.
Pavlichenko fue un símbolo del ideal soviético de mujer fuerte, patriótica y combativa. La propaganda oficial la convirtió en emblema de la “nueva mujer soviética”. Pero no fue la única. Roza Shanina, con 59 bajas, también ganó reconocimiento, y Aliya Moldagulova fue condecorada póstumamente luego de morir en combate en 1944. Cada una de ellas marcó una historia particular de heroísmo silencioso.
Las condiciones en que operaban eran brutales. Muchas veces se camuflaban entre la nieve durante días, soportando el frío, el hambre y la tensión de cada disparo. El Estado no siempre garantizaba asistencia o relevo. Aun así, estas mujeres siguieron en sus puestos hasta el final.
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La labor médica fue otro frente de lucha protagonizado por mujeres. Más de 40.000 soviéticas trabajaron como médicas, enfermeras y auxiliares sanitarias. Atendían heridos en medio del fuego cruzado, improvisaban hospitales de campaña en sótanos o trincheras, y operaban sin anestesia ni insumos básicos.
Una de las más reconocidas fue la doctora Vera Salieva. Organizaba puestos de primeros auxilios con recursos mínimos y resistía bombardeos para salvar vidas. Su entrega médica fue fundamental para mantener vivos a miles de soldados en condiciones límite. Vera, como muchas otras, representó el rostro compasivo y valiente de una guerra sin tregua.
Zinaida Tusnolobova fue otra enfermera que marcó la historia. Perdió sus extremidades tras un ataque, pero sobrevivió y escribió una carta abierta jurando venganza. Ese texto circuló entre los soldados soviéticos y generó una ola de respuesta patriótica. Su testimonio se volvió un estandarte del sacrificio femenino.
Fuera del frente oficial, miles de mujeres se sumaron a la resistencia partisano-soviética. Operaban en los bosques, las ciudades ocupadas y los territorios bajo control nazi. Actuaban como saboteadoras, espías, mensajeras o combatientes encubiertas. Su rol fue vital para sostener las redes clandestinas que dificultaron el avance alemán.
Zoya Kosmodemyanskaya fue una de las más recordadas. Con solo 18 años, la capturaron y ejecutaron en 1941. El Estado soviético convirtió su imagen en símbolo de heroísmo y lealtad. Le erigieron estatuas, rebautizaron calles y la presentaron como la mártir de la resistencia popular.
Otro nombre destacado es el de Yelena Mazanik. Se infiltró como empleada doméstica en la casa de Wilhelm Kube, un alto cargo nazi en Bielorrusia. Colocó una bomba en su dormitorio y lo eliminó. Su acto demostró que las mujeres podían llevar adelante operaciones de alto riesgo e impacto estratégico.
Pese a la magnitud de su participación, muchas de estas mujeres no fueron reconocidas. El discurso posbélico relegó sus historias o las convirtió en relatos propagandísticos. Se priorizó el regreso a los roles tradicionales, y los testimonios femeninos quedaron en los márgenes de la memoria oficial.
Con la caída de la Unión Soviética y la desclasificación de archivos, los investigadores comenzaron a reconstruir sus relatos. El trabajo de historiadoras, periodistas y escritoras fue clave para este rescate. Uno de los aportes más importantes fue el de Svetlana Alexiévich, Premio Nobel de Literatura.
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Su libro La guerra no tiene rostro de mujer reúne decenas de testimonios de combatientes soviéticas. Las protagonistas narran su experiencia sin filtros. Hablan de la sangre, el miedo, la camaradería, la vergüenza, el orgullo y la muerte. Es una historia coral que recupera la dimensión humana del conflicto desde una voz silenciada.
El relato de estas mujeres pone en cuestión la forma en que la historia narra las guerras. ¿Por qué se privilegian las figuras masculinas? ¿Por qué se invisibilizan las hazañas de las mujeres? ¿Por qué la valentía femenina se interpreta como excepción y no como regla?
El coraje de estas mujeres fue tan real como sus cicatrices. Combatieron con la misma entrega que sus compañeros varones. No pidieron permiso. No esperaron reconocimiento. Siguieron adelante, incluso cuando la historia las olvidó.
Sus historias nos obligan a mirar de nuevo el pasado. A revisar archivos, a abrir debates, a escribir otras versiones. Porque la guerra también tuvo rostro de mujer. Y ese rostro mostró dureza, sensibilidad, inteligencia, rebeldía y decisión.
Hoy, sus nombres recuperan un lugar en la memoria colectiva. Se escriben libros, se filman documentales, se organizan exposiciones. Es un acto de justicia, pero también una lección histórica.
Estas heroínas no combatieron por la fama. Lucharon por la patria, por sus ideales y por la igualdad. Fueron pioneras en un terreno donde siempre las habían excluido.
Sus acciones tienen valor histórico, político y simbólico. Nos muestran que el coraje no tiene género. Que la lucha por la dignidad puede darse con un fusil, un bisturí o una carta pública.
La guerra sacó lo peor y lo mejor del ser humano. Y estas mujeres eligieron resistir, curar, luchar y vivir. Dejaron una marca que el tiempo no puede borrar.
El heroísmo femenino necesita un lugar estable en los relatos históricos. No como apéndice ni excepción. Como parte central de los procesos sociales y bélicos que marcaron el siglo XX.











