
Surtsey, la isla nacida del fuego y fecundada por la caca de gaviota
Actualidad22/06/2025

La vida no pide permiso. Una madrugada de noviembre de 1963, frente a las costas de Islandia, el mar se partió al medio y una columna de fuego estalló desde las profundidades. Así nació Surtsey, una isla volcánica que primero fue espectáculo geológico y luego se convirtió en un escenario sin guion para la biología.

El nacimiento fue explosivo. Lava, cenizas, humo, relámpagos y terremotos. En cuestión de horas, el mar dio paso a tierra firme. En una semana, la isla se elevó más de sesenta metros. El cielo cambió de color. El océano, de forma.
Los pescadores que estaban cerca vieron cómo la nada se volvía paisaje. Al principio, una llanura ardiente. Después, un campo de estudio. Surtsey ofrecía algo que no existía en el planeta: un pedazo de mundo nuevo. Virgen. Estéril.
No había plantas. No había bichos. No había nada. Solo piedra caliente y silencio. Pero pronto llegaron los primeros visitantes: un par de gaviotas se posaron en las rocas. Trajeron nitrógeno en forma de excremento.
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“El primer fertilizante vino volando,” dicen los científicos. La caca de ave marina activó el suelo. Hizo posible que las semillas que llegaban por el viento empezaran a enraizar. La vida se abrió paso entre la lava.
Las plantas no llegaron todas juntas. Algunas vinieron del aire. Otras flotaron durante días por el océano. La primera en prender fue la oruga de mar, con su semilla acolchada. Después, la arenaria marina y la hoja de ostra se aferraron al suelo como si siempre hubieran estado ahí.
“Surtsey era un paraíso para ecólogos,” dijo Charlie Crisafulli, experto en ambientes volcánicos. Nunca antes se había visto cómo empezaba un ecosistema desde cero. Cada brote fue un capítulo. Cada insecto, una revolución.
Llegaron polillas, mosquitos, arañas, hasta grillos. A veces morían al tocar suelo. A veces sobrevivían. La vida insistía. Más tarde vinieron las focas. Luego, otras aves. Y con ellas, más nutrientes, más materia, más movimiento.
Joe Roman, biólogo marino, lo explicó con crudeza poética: “Los animales bombean la sangre del planeta.” Porque no es solo excremento. Son nutrientes, energía, flujo. El mundo se fertiliza con cuerpos en movimiento.
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Desde el fondo del océano hasta la cima de una isla, el fósforo y el nitrógeno hacen su viaje en forma de vómito, orina, heces. Una ballena, al defecar, puede alimentar fitoplancton que luego nutre al krill, que nutre al pez, que nutre al ave, que deja su huella blanca sobre una roca.
“Cada animal es una arteria de la Tierra,” insiste Roman. Y Surtsey fue la ecografía perfecta. La isla mostró cómo se forma un sistema: de a poco, con paciencia, con caca.
La historia de Surtsey también tiene humanidad. El cocinero del barco que presenció su nacimiento lloró cuando supo que la isla no llevaría su nombre. “Le pusieron un nombre horrible —dijo—. Surtsey.” Pero el gigante de fuego nórdico que le dio identidad también le dio carácter.
La isla respondió con bombas de lava cuando quisieron rebautizarla. Y se quedó con su nombre. Con su fuego. Con su vida.
Hoy, Surtsey sigue ahí. Prohibida al turismo. Abierta solo a científicos. Es patrimonio natural y laboratorio eterno. Un monumento al instinto vital que no espera permisos.
Surtsey nos recuerda que todo nace en lo simple. Que las gaviotas no solo vuelan: transforman el planeta con cada gota blanca que cae del cielo.









