Murió James Watson, el joven genio que descifró el ADN y dejó una herencia brillante y polémica

Actualidad16/11/2025Sergio BustosSergio Bustos
james watson adn
James Watson.

James Dewey Watson murió a los 97 años y el mundo científico vuelve a discutir qué hacer con su figura. Fue uno de los genios más precoces del siglo XX y a los 25 años descifró la estructura del ADN, una revelación que transformó para siempre la comprensión de la vida. Pero también fue un personaje incómodo, capaz de dinamitar su propio prestigio con declaraciones que lo alejaron de la comunidad que alguna vez lo admiró.

Watson nació en Chicago en 1928 y desde muy temprano mostró un talento desbordante. A los 15 ya estaba en la universidad y a los 25 protagonizó uno de los descubrimientos más influyentes de la historia moderna: la doble hélice del ADN. La carta publicada en 1953 en Nature, firmada junto con Francis Crick, abrió un capítulo que todavía sigue escribiéndose. Genética, biotecnología, medicina personalizada y herramientas que hoy permiten reescribir fragmentos de la vida tienen su origen en aquel hallazgo.

La escena que lo llevó a la gloria científica se desarrolló en el laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge. Allí conectó intuición, modelos tridimensionales y un dato decisivo: la famosa Fotografía 51, tomada por Rosalind Franklin y compartida sin su permiso. Ese material permitió comprender que la molécula tenía dos hebras enroscadas y un patrón preciso de apareamiento entre bases: adenina con timina, guanina con citosina. El Nobel de 1962, que Watson recibió junto a Crick y Maurice Wilkins, consagró esa gesta, aunque la ausencia de Franklin —muerta en 1958— dejó una deuda ética que la historia corrigió tarde.

El impacto del descubrimiento atravesó todas las ramas de la biología. La estructura permitió entender cómo se replican los genes, cómo surgen las mutaciones y cómo se podría manipular la herencia humana. Desde la clonación hasta la secuenciación del genoma, pasando por CRISPR y la ingeniería genética, todo parte de esa primera doble hélice desarmada en un escritorio de Cambridge.


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Watson no quedó encerrado en ese único logro. Dirigió el Cold Spring Harbor Laboratory, al que transformó en un centro de referencia global, y fue el primer líder del Proyecto Genoma Humano en los años 90. Sus libros formaron a generaciones enteras de biólogos y lo ubicaron entre los científicos más influyentes del siglo pasado.

Pero su caída fue tan estrepitosa como su ascenso. Desde los años 2000, Watson multiplicó declaraciones que lo dejaron sin defensores: comentarios racistas, sexistas, homofóbicos y ofensivos hacia diferentes grupos sociales. En 2007 afirmó que las personas negras tenían “menor inteligencia” por razones genéticas. Aunque pidió disculpas, el daño fue inmediato: perdió su cargo honorífico en Cold Spring Harbor y su presencia académica quedó cancelada.

La lista continuó con dichos contra mujeres en ciencia, personas con sobrepeso, homosexuales y hasta comentarios antisemitas. Sus opiniones, carentes de respaldo científico, lo empujaron a un ostracismo que él mismo profundizó cuando vendió su medalla del Nobel en 2014, un gesto leído como desafío hacia la comunidad que lo había marginado.

La muerte de Watson reabre una pregunta incómoda: ¿puede sobrevivir el genio cuando su conducta contradice los valores del propio campo que revolucionó? Científicos que lo admiraron en su juventud ahora lo recuerdan con sentimientos encontrados. Algunos rescatan que apoyó a investigadoras en un contexto adverso. Otros lo señalan como un ejemplo de arrogancia y desprecio hacia la diversidad, un recordatorio de que el conocimiento científico no puede estar divorciado de la ética.


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Su legado, sin embargo, persiste. La doble hélice del ADN es un símbolo universal de la ciencia moderna. Está en escuelas, museos, camisetas y logos de laboratorios. Y sus consecuencias transforman aún hoy la medicina, la investigación y la biotecnología. La huella que deja Watson es profunda, aunque con grietas evidentes.

Quizás el tiempo termine de ubicar su figura en el lugar justo: el de un genio precoz capaz de abrir la puerta más importante de la biología moderna, pero también el de un hombre que apagó su propio brillo con ideas que contradicen la responsabilidad ética que exige la ciencia. Descifrar los secretos de la vida, al final, no lo eximió del reto más básico: respetarla en todas sus formas.

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