

A cien años del nacimiento de Horacio Guarany: El cantor que nunca se calló
Actualidad15/05/2025

Horacio Guarany —o Eraclio Catalín Rodríguez— no nació en cuna de oro ni en cuna de hospital. Vio la luz en el monte chaqueño-santafesino, entre el crujido de los quebrachos y el silbido de los hacheros, hijo de un indio correntino y una inmigrante española.


Desde ese origen humilde y olvidado por el país oficial, forjó una identidad que no se agachó jamás frente a los poderosos. Su voz ronca y sus letras sentidas se convirtieron en bandera, en espejo del dolor, del trabajo, del amor y de la esperanza de los que no tienen voz.
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Ya desde su infancia conoció la soledad, la dureza de la pobreza y el desarraigo. Fue criado en parte por prostitutas en un boliche del litoral, trabajó de lo que pudo —marinero, cocinero, criador de gallos—, pero siempre volvió a su guitarra, a su canto. En Buenos Aires, en medio de una bohemia dura y sin romanticismo, comenzó a hacerse notar con una voz que cantaba desde lo hondo de la tierra.
Su debut en la radio con “El mensú” fue el comienzo de una leyenda que se consolidó en Cosquín, donde fue figura central desde 1961. Pero Guarany no era un artista complaciente. Militante comunista, comprometido con las causas populares, usó la canción como trinchera y pagó el precio: fue perseguido, censurado, amenazado.
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Sufrió atentados, debió exiliarse, pero jamás se calló. En México, Venezuela o España, su guitarra siguió sonando. “Me dio vergüenza tener que irme del país”, confesó, pero también orgullo de seguir cantando donde fuera.
Con más de sesenta discos, trescientas canciones registradas y novelas publicadas, Guarany no sólo fue un cantor, fue una voz colectiva. Su casa era “El Templo del vino”, porque, como decía, “el vino le devuelve el canto al pobre”.
Sus anécdotas, como aquella fiesta en la que las canillas brotaban tinto en vez de agua, son parte de un folclore que excede lo musical. Lo suyo fue épica cotidiana: cantar en pueblos recónditos, compartir asados con políticos de todas las ideologías, reírse de sí mismo y de sus contradicciones.
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Murió en 2017, pero su legado trasciende. Bandas de rock lo versionan, jóvenes lo redescubren, su zamba sigue retumbando en festivales. Fue amigo de Mercedes Sosa y de César Isella, pero también de Carlos Menem. Se lo criticó por eso, pero él lo resumía así: “Soy libre. No me casé con ninguna ideología que me tape los ojos”.
Hoy, a cien años de su nacimiento, su figura se agranda. Fue cantor, sí. Pero sobre todo, fue conciencia. Porque como escribió, “si se calla el cantor… calla la vida”. Y la suya, aún resuena en cada guitarra que se afina con el corazón.









