El Everest esconde cientos de cadáveres congelados que nadie baja

Actualidad29/06/2025Sergio BustosSergio Bustos
everest momias
Las "momias" del Everest.

En el Everest hay cuerpos que no bajan nunca. Cientos de cadáveres congelados permanecen intactos en la montaña más alta del mundo. Algunos están a la vista. Otros apenas sobresalen entre la nieve. Todos narran una tragedia.

Las condiciones extremas convierten al Everest en una trampa mortal. Temperaturas de -70 °C, ráfagas que superan los 200 km/h y falta de oxígeno desgastan hasta al más experimentado. Muchos mueren en el intento. Casi nadie baja.

Los cadáveres sirven de guía. “Botas Verdes” es el más conocido: yace en una cueva a 8500 metros y su cuerpo marcó durante años una parada obligada en la ruta de ascenso. Otros descansan en silencio, momificados por el frío, como si aún saludaran al pasar.

La montaña se convierte en cementerio. Cada cuerpo tiene nombre, historia y familia. Pero moverlos es costoso, arriesgado y muchas veces imposible. El Everest se traga a los suyos. Y los deja allí, como testigos eternos de la ambición humana.


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No es solo una cuestión técnica. También pesa lo simbólico. Para muchos pueblos del Himalaya, el Everest es un lugar sagrado. Alterar ese orden puede leerse como falta de respeto. Por eso, salvo pedidos puntuales, los cuerpos no se tocan.

El caso de Francys Arsentiev es uno de los más recordados. Subió sin oxígeno, se perdió en el descenso y murió atada a una cuerda. Su cuerpo permaneció nueve años a la vista hasta que otra expedición decidió enterrarla. Antes, todos la veían pasar.

David Sharp también murió ante la mirada de otros. Más de 40 escaladores lo vieron agonizar en una cueva y nadie lo ayudó. La falta de reacción expuso un debate feroz: ¿hasta dónde llega el individualismo en las alturas? ¿Vale más llegar que salvar?

Los sherpas no son ajenos. Algunos ayudan a recuperar cuerpos por pedido de familiares. Otros, los tapan con piedras o nieve. Nadie quiere tropezar con una muerte anunciada. Pero todos saben que la próxima puede ser la suya.

Los cuerpos no se descomponen como en otros lugares. El frío, la falta de oxígeno y la radiación UV crean condiciones únicas para la momificación. Muchos lucen intactos. Conservan ropas, botas y hasta expresiones faciales.


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Hoy, subir al Everest también implica cruzarse con la muerte. No como amenaza abstracta, sino como presencia concreta. Los muertos están ahí, quietos, eternos. Ya no compiten por la cima. Pero tampoco se fueron.

A partir de los 8000 metros comienza la “zona de la muerte”. El cuerpo humano no puede aclimatarse a esa altitud. Todo empieza a colapsar. Sin oxígeno suplementario, cada paso es un acto de voluntad pura, o de inconsciencia total.

Las expediciones comerciales siguen aumentando. La masificación del Everest transformó el montañismo en negocio. Hay atascos en plena nieve, selfies a 8800 metros y basura dispersa por todas partes. La montaña más alta también es una de las más contaminadas.

Pero el problema no es solo ambiental. Es ético. Cada cadáver abandonado plantea una pregunta incómoda. ¿Qué hacemos con los que no vuelven? ¿Es aceptable usarlos como mojones? ¿Dónde termina la pasión por subir y empieza la indiferencia por el otro?

Muchos creen que el Everest ya no es un símbolo de conquista, sino de desborde. La cumbre que antes exigía silencio y respeto ahora convive con drones, filas y contratos millonarios. Y en el medio, cuerpos congelados que nadie reclama.

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