Puerto Madryn antes de la guerra: Una visita que dio pistas del inicio de las acciones bélicas

Política02/04/2025REDACCIÓNREDACCIÓN
MI ARCHIVO Sergio Bustos Guerra de Malvinas
MI ARCHIVO Sergio Bustos Guerra de Malvinas

Meses antes de Malvinas, Puerto Madryn ya respiraba guerra. El silencio militar, los simulacros, las visitas jerárquicas y el oscurecimiento cotidiano moldeaban un escenario que anunciaba el conflicto. Pero nadie hablaba. Solo se obedecía.

Puerto Madryn ya estaba en guerra antes del 2 de abril. No había bombas, pero sí oscuridad. No se oían explosiones, pero sí rumores. Las luces se apagaban a la noche. Las ventanas se tapaban con trapos. Las calles estaban tomadas por soldados. Y los vecinos aprendían a callar.

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La ciudad fue considerada un punto estratégico por la Armada. Allí funcionaba un Apostadero Naval. La cercanía con las islas, la presencia militar y su puerto la convertían en objetivo táctico. Puerto Madryn fue parte del Teatro de Operaciones del Atlántico Sur.


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En febrero de 1982, la visita del almirante Jorge Isaac Anaya no fue una casualidad. Anaya era comandante en jefe de la Armada. También era uno de los miembros de la Junta Militar. Llegó acompañado del jefe de la base Almirante Zar de Trelew. El poder viajaba junto.

Recorrieron instalaciones. Dialogaron con el intendente Victoriano Salazar. Se mostraron atentos. Pero no fueron solo saludos. Anaya dejó un mensaje inquietante: “Es necesario mantener activa la pista de aterrizaje las 24 horas del día”. No fue una sugerencia. Fue una orden.

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Pidió repasar la pista con maquinaria municipal. La pista tenía que estar lista para una emergencia. El mensaje era claro. La guerra ya estaba en los planes. Lo que para muchos fue sorpresa, para otros fue logística anticipada.

La dictadura militar no informaba. Tampoco lo haría durante la guerra. La censura era norma. El periodismo estaba mutilado. La desinformación fue parte del arsenal bélico. Nadie sabía nada. Pero todos intuían algo.


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La Patagonia fue campo de ensayo. La guerra con Chile en 1978 había dejado huellas. Defensa Civil tenía estructuras activas. Había jefes por manzanas. Se hacían simulacros. La guerra no era una película. Era una rutina.

Puerto Madryn, Trelew, Comodoro, Río Gallegos, Río Grande, Ushuaia. Todas vibraban distinto. Del sur para abajo se vivía otra guerra. Una más cercana, más tangible, más personal. Así lo escribieron los cronistas de la revista Somos en 1982.

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“En el sur la guerra tiene nombre y apellido”, decía un texto. El sur no veía el conflicto por la tele. El sur lo tenía en la calle. En el hospital. En la mesa familiar. En los amigos movilizados. En los aviones que rugían sobre las casas.

El vocabulario cambió. Las palabras se volvieron bélicas. Las conversaciones se llenaban de hipótesis. De temores. De estrategias caseras. El sur no fue espectador. Fue escenario. Y muchas veces, protagonista anónimo.


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Las prácticas de oscurecimiento fueron comunes. Tapar ventanas. Apagar luces. No usar linternas. No encender fogones. Las ciudades se apagaban cada noche. Había que desaparecer del mapa, no dar posición al enemigo.

Hubo versiones de éxodos. Mujeres y niños que viajaban a Buenos Aires. A otros pueblos. A casas de parientes. Los varones quedaban. Cuidaban las casas. Sostenían la vida cotidiana. Muchos se fueron. Muchos se quedaron. Todos temían.

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En Comodoro, los cuerpos llegaron antes que a Buenos Aires. Mario Almonacid fue uno de los primeros caídos. La ciudad se paralizó. Pero su cuerpo fue llevado primero a Bahía Blanca. Recién después llegó a su lugar. Hubo dolor. Y también indignación.

La guerra atravesó la vida. En las escuelas, los dibujos cambiaron. Chapulín Colorado fue reemplazado por soldados. La infancia también aprendió a pelear. Lo dijo una psicóloga en esos días. Cada niño llevaba un frente de batalla en su cuaderno.


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Los soldados del norte llegaron al sur. Chaqueños, tucumanos, correntinos. Fueron acantonados en Trelew. Los vecinos les llevaban abrigo. Les escribían cartas. La solidaridad fue enorme. La información, escasa. Las familias no sabían dónde estaban sus hijos.

Milton Rhys, excombatiente gales, se ofreció como traductor. Terminó junto a Mario Benjamín Menéndez en la gobernación de las islas. Era bilingüe. Fue útil. Como tantos otros. La colectividad galesa también puso el cuerpo.

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En Río Gallegos, las tensiones con la comunidad chilena afloraron. Migraciones expulsó pobladores por falta de papeles. La frontera era una soga. Muchos pobres la habían cruzado por necesidad. Ahora eran sospechosos. Y debían gritar en las marchas para no ser deportados.

En Ushuaia y Río Grande, los techos se pintaron de blanco. Con cruces rojas, para evitar bombardeos. Los hospitales se prepararon. Las estancias también fueron marcadas. La aviación no conocía el terreno. Había que guiar desde el cielo.


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En Ushuaia quisieron linchar a tres supuestos espías británicos. Fueron detenidos con binoculares y notas sobre aviones. El pueblo se enteró y reaccionó. No fue solo patriotismo. Fue miedo. Fue furia. Fue desborde.

Muchos perdieron el trabajo. El turismo desapareció. Las ciudades se cerraron. La incertidumbre se volvió rutina. Nadie sabía cuándo ni cómo terminaría. Solo sabían que estaban en el medio.

Los soldados prisioneros británicos también pasaron por la Patagonia. Fueron alojados en Comodoro hasta su traslado a Montevideo. La guerra se cruzaba con la vida civil en cada rincón. A veces, ni se notaba la diferencia.

La guerra terminó. Pero no terminó. A los soldados les mintieron. Les dijeron que el pueblo los odiaba. Que los esperaban con piedras. Fue otra mentira. La dictadura también les robó el regreso.


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En Madryn, llegaron más de cuatro mil soldados. El buque Canberra atracó el 19 de junio. La ciudad se quedó sin pan. Los vecinos rompieron el cerco militar. Les llevaron comida. Los abrazaron. Les ofrecieron agua y una ducha caliente.

Hubo soldados que se bañaron en casas ajenas. Que llamaron a sus madres desde teléfonos prestados. Que comieron en cocinas desconocidas. Madryn no los repudió. Los abrazó.

Eso no salió en los diarios. No se escribió en los partes oficiales. Pero lo recuerdan los vecinos. Lo cuentan en voz baja. Con orgullo. Y con pena. Porque esa escena fue tapada por el silencio posterior.

La guerra se vivió distinto en el sur. Se vivió más cerca. Más fuerte. Más humana. No fue relato. Fue experiencia. Y esa experiencia aún necesita más voces. Más memoria. Más reconocimiento.

Por Sergio Bustos - "MI ARCHIVO" - lu17.com 2025

   

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